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La reformulación del clásico llevada a cabo por Oliver Parker se ve enturbiada por la inserción de elementos fantásticos y de terror que acaban por perder el sentido literario de la obra.
‘El retrato de Dorian Gray’, de Oscar Wilde, fidelizó a grandes rasgos parte de la personalidad más reconocible del autor irlandés. Su obra más autobiográfica toma los personajes principales como representaciones arúspices de su carácter libertino y contestatario. Tanto Basil Hallward, como Lord Henri Wotton y el mismo Dorian Gray eran un reflejo de su visión de la época victoriana así como de su discernimiento sobre el arte, la vida y la literatura. El narcisismo, la vanidad, el deseo de perfección, el cinismo, la frivolidad y la crítica a la hipocresía del mundo burgués son referencias implícitas a ese espíritu íntimamente ligado a la materia que siempre exhibió Wilde.
El debate entre la ética y la estética, la fruición del placer e incluso la reflexión a la que conlleva ese desprecio por uno mismo y su indolencia hacia la propia existencia son temas relativos a la índole más representativa de Wilde y queda patente en una obra avanzada a su tiempo que desempolvó los fantasmas de una sociedad acostumbrada al egocentrismo. Los simbolismos de la novela y su personaje lóbrego, maquinal y egoísta fueron, de hecho, un factor importante para el encarcelamiento del escritor en la prisión de Reading para dejar su vida de placer y pasar a ser Sebastian Melmoth.
La nueva adaptación de su más admirada novela sigue los mismos cánones; el de un protagonista aislado en un mundo de perversión y sexo, de hedonismo dominado por el por el arte y el sortilegio de un enigma paranormal donde el culto a la belleza condena el paso del tiempo únicamente a un cuadro, mientras Dorian Gray permanece inalterable a la edad. Oliver Parker, que sigue en su pertinaz empeño de adaptar el espíritu irredento de Wilde es el encargado de llevar a la gran pantalla esta reformulación del clásico, acercándose a ese hombre mezquino que sentencia su alma al encierro de un retrato para someterse al desenfreno y al ilusorio placer de la belleza. En su empeño por testimoniar el manifiesto sobre las debilidades humanas de Wilde, Parker hace gala de su condición de cineasta austero y de recursos subordinados a un clasicismo bastante desvalido, sin pasión, que altera y desdibuja ese cosmos de complejidad de una sociedad apática y pútrida que concibe un sórdido personaje encubierto en la hermosura atemporal, llevándolo hacia unos límites de dramatismo inexistente, que dejan la sensación de un “no poder” constante.
En esta ocasión no parece afectarle que su acomodación al cine se mueva por el límite de la extravagancia y la obviedad. Su intención parece desprendida de cualquier propósito de fidelidad a la obra de Wilde, pese a que cuente con un patrón idóneo, que se ve entorpecido con la inocuidad con la que se desarrollan los evaporados estigmas de la obra de la que bebe. El resultado: se acaba por perder el sentido literario de la obra. Desde la ornamentación visual, al tempo de unas narraciones desligadas de cualquier sensación de desasosiego climático y enturbiado por la inserción (sin lógica) de elementos fantásticos y de terror totalmente injustificados y tópicos, ‘El retrato de Dorian Gray’ termina por convertirse en un filme de horror puro, pero no dentro los términos que a Parker le hubiese gustado. Se podría calificar incluso de despropósito. Se evidencia una falta vergonzante de sutilidad, por ejemplo, en la visualización de las tropelías sexuales de Gray, con esa falta de inteligencia a la hora de plasmar las orgías y el descarrío del personaje o en los insulsos ‘flashbacks’, así como en los efectismos sin recursos que terminan por consumir el inicial interés que despierta la película.
Tampoco hay olvidar la nula aportación sin carisma con la que un inexpresivo e incapaz actor como Ben Barnes dota a un personaje tan carismático como Gray, así como la imposibilidad de un esforzado (que resulta lo más sobresaliente del conjunto) Colin Flirth por hacer destacar a la piedra angular por la que se mueve la obra de Wilde, ese inmoral Lord Henry que aquí no alcanza la fuerza necesaria como personaje. Tampoco las sugestivas Rebecca Hall o Rachel Hurd-Wood contribuyen a dotar de veracidad las oscilaciones emocionales que envuelven a Gray y su descenso a los infiernos. Si a ello sumamos un improbable y torpe conclusión del filme, Parker deja claro que esta adaptación queda en las antípodas de la intelectual y metafísica narrativa de Wilde.
A este ‘El retrato de Dorian Gray’ le sobran muchas cosas para ser una digna adaptación; la falta de inventiva a la hora de recrear cualquier tipo de atmósfera, la abundante superficialidad y aportaciones algo insensatas que pervierten el argumento y lo dejan en una obra que carece de simetría y que luce con una vistosa estética decimonónica con una detallista y pormenorizada puesta en escena o su esbelta dirección artística, algo pretenciosa, pero que a la postre será uno de los elementos más valorables y plausibles de un filme harto fallido.
Miguel Á. Refoyo "Refo" © 2010