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En el actual Hollywood, embebido por la carestía de ideas, el ostracismo creativo y el recurso fácil reflejado en su último cine comercial, se ha dado un reincidente automatismo hacia el gran filón que han supuesto en el mercado las adaptaciones cinematográficas de comics, doblegándose a la inercia, a la financiación de un alud de proyectos basados en las páginas de tebeo. Un atolladero como Sin City proponía varias dudas ante su versión cinematográfica.
La obra gráfica creada por Frank Miller suponía un desafío, debido en gran parte a su frenesí contracorriente, a su plétora de violencia salvaje y erotismo englobado en un mundo de corrupción, donde las divergencias y contrastes se originan entre inmorales personajes contaminados por la ambición y la lujuria y aquéllos que se obstinan ciegamente en mantener la moral y la esperanza en este espacio de corrupción. A priori, todos estos elementos han sido desdeñados una y otra vez por las grandes majors, que se ofuscan en infantilizar sus adaptaciones del Noveno Arte, por lo que llevar a la gran pantalla Sin City era una ardua contradicción con el target demandado.
Sin embargo, la primera gran cualidad que alberga la adaptación de Robert Rodríguez y el propio Miller es la acentuación del pábulo de desabrimiento, de lealtad con los lóbregos matices argumentales y narrativos del cómic, descubriendo una adaptación más que fiel, enfermiza en su metódico detallismo que reside en cada uno de sus planos. Sin City es un ingenioso experimento, un honesto ejercicio de estilo, una cuidadosa y preciosista traducción en la que no se trata de adaptar un cómic, sino de reasentar la viñeta disponiéndola al mundo del celuloide desde un prisma que acaricia el manierismo.
Y es donde Sin City se desune de las habituales adaptaciones a las que Hollywood nos tienes acostumbrados. La cinta de Rodríguez y Miller es un trasvase literal de los comics a la gran pantalla como nunca se ha hecho, la máxima expresión de estas adaptaciones que, con mayor o menor éxito, han pretendido proyectar del modo más detallado el alma de la obra original. Remodelando los márgenes estéticos del estilo antiheroico, la película acomoda la particular visión milleriana del noir enardecido de un privativo postexpresionismo de la retórica literaria y visual, llevándolo a un terreno en el que los ariscos personajes se mueven entre el drama épico y la acción crepuscular.
La traslación de los clichés hard boiled al medio audiovisual y una más que arriesgada tentativa de reinventar el cine mediante el personalísimo filtro que se ha utilizado en la imagen (en su mayoría utilizando la técnica digital) son dos conceptos preeminentes en los designios de esta adaptación única en el cine moderno. Sin perder la apariencia de los personajes de las historietas y los ritmos de staccato, rescatando la materia prima de las crook stories desde el punto de vista del criminal o del marginado en su traslación a la gran pantalla compartidos con la obra original, Sin City florece como proyección conceptual llevada al extremo, donde se encuentra en imagen el apabullante empleo del blanco y negro salpicado de aislados fulgores coloristas que han hecho célebre el cómic, sin olvidar sus furibundas pasiones, su gruesa militancia pulp, la acción decididamente manga y la acrimonia sin concesiones.
No falta, por tanto, esa brusca diagramación llevada al cine, donde no importa que la narrativa sea muy densa, ya que toda la acción se sustenta en la simplicidad de sus propósitos. Su experimentación cromática, la fallida pero simplona narración circunferencial y la ofrenda de la cosmología de la serie de comics permiten a Rodríguez sacar el máximo partido a unos recursos narrativos más o menos artificiosos, devenidos en inesperado clasicismo en la tecnológica utilización de la postproducción. Como consecuencia de esto, el director de El Mariachi explota el deslumbrante sortilegio digital (con el que ha experimentando en su saga de Spy Kids) para atrapar una atmósfera pretérita, la del cine negro, que se mixtura en una nostálgica mirada retrofuturista con influencias del cine de género de los años 50 y en la pura exaltación manierista que, traducida al cine, transita entre la necesaria artificiosidad para identificar el cómic a la pantalla y una imaginería visual jamás vista en el cine moderno.
Lo que han llevado a cabo Rodríguez ha sido escenificar con movimientos mediante imágenes reales (guarnecidas con efectos digitales geográficos) aquello que hace quince años Frank Miller trazó en su obra maestra tebeística. En este difícil tránsito el cómic ha servido a modo de storyboard para la película, sin perder un obsesivo detallismo por la estética, virtuosismo expresivo y vigor narrativo del cómic. Y es tal vez ahí, en ese portentoso e inaccesible ejercicio de mimesis, donde se puede achacar la mayor imperfección de Rodríguez en su filmación del film, en la excesiva sumisión narrativa del original gráfico, utilizando las viñetas como recurso, olvidando que son dos lenguajes diferentes, un hecho que lejos de aportar la buscada fidelidad, resta imaginación, imbuyendo a lo que se cuenta de cierta rigidez respecto al original.
Aunque también es cierto que la utilización de los recursos pirotécnicos en cuanto a visualidad, lejos de añadir complejidad a la acción, la disimulen con su impoluta maquinaria escénica. Por ello Sin City, a pesar de caer en este exiguo error, propone un constante juego de paradigmática iconografía tonal y estética. Precisamente, el juego escrutado por Frank Miller en cada historia desarrollada en su ciudad del pecado.