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Un exceso de tragedia multilingüe
'Babel' cierra la "Trilogía del dolor' incidiendo en los mismos parámetros que sus predecesoras, perdiendo así toda capacidad de sorpresa
Tras Amores Perros y 21 gramos, el director Alejandro González Iñárritu regresa a un terreno que conoce bien, a esa especie de género propio que reitera su discurso narrativo en la tradición discursiva sociopolítica, mediante los habituales y brillantes ejercicios de crítica social y denuncia que cierra su “Trilogía del Dolor" con esta última cinta titulada Babel. Iñárritu se empeña en ofrecer una visión de paráfrasis visual sumida en el desaliento y la violencia, en el fondo destructivo y agónico de un mundo insondable y radical, repitiendo junto a su habitual coguionista Guillermo Arriaga, cómplice de su redundancia temática, la escalofriante metamorfosis que genera en el ser humano el dolor y la aflicción.
Babel, al igual que sus dos anteriores cintas, vuelve a la búsqueda de pilares que sustenten la fragilidad de unas vidas impregnadas de pesimismo hallado en el trágico destino de un inesperado accidente que les une en una especie de fatal efecto mariposa. En este caso, unos niños que disparan un rifle sin prever las consecuencias de su acto, un matrimonio de turistas estadounidenses en crisis de vacaciones en Marruecos, la encargada mexicana de sus hijos y una hermética e introvertida adolescente sordomuda que soporta la incomprensión de los que le rodean en Tokio. Cuatro historias que entrelazan el mundo. Un mundo en el que las comunicaciones más que unir segregan a los seres humanos en un pozo de indiferencia y egoísmo.
Babel está rodada en tres continentes y en cuatro idiomas, una atalaya filológica que sirve a Iñárritu para indagar en lo personal y en lo político, para describir, con su habitual énfasis por lograr el máximo realismo, las barreras que separan a los seres humanos. Evoca así ese mundo multilingüe que provoca malentendidos y que fragmenta la Humanidad dentro de una globalización que transmite el virus de una soledad paradójica donde la sociedad no es más que un evolutivo monstruo de comunicaciones instantáneas, donde todo está comunicado, excepto las personas y sus culturas.
Iñárritu, mediante su abrumante y ataviado estilo lleno de furia y sin abandonar esa peculiar disposición estética narrativa de sus anteriores filmes, reincide en sus aciertos como realizador, en su perfeccionista pulso narrativo, en su espléndido montaje y en esa característica dinámica de planificación utilizando para la trama general una forzada cisura cronológica del tiempo. Sin embargo, incurre en sus más desacreditados vicios; la manipulación épica y emocional, la avidez de realismo trágico y la desorientación psicológica de dimensiones universales devenida en el manejo de una fatalidad caprichosa que vapulea a unos personajes sitiados (interior y exteriormente) y sumidos en la imposibilidad de digerir su propio destino que son unidos por la desesperación.
Bordeando la gratuidad de tanto dolor, pero sabiendo evitar la sensiblería emocional, Iñárritu (y, por extensión Arriaga) sigue abusando del dramatismo para cimentar y unir unas historias subrayadas por la grandeza de sus actores, que son los encargados de recrear con intensidad esa conmoción de frenesí dramático que buscan los autores. En este caso, unos fantásticos Brad Pitt, Cate Blanchett, Adriana Barraza, Rinko Kikuchi, Kôji Yakusho y los intérpretes no profesionales; Mohamed Ait Lahcen, Ali Hamadi y Mustapha Amhita, que aportan la transparente realidad que no se consolida con la pulcritud formal y belleza estética del cineasta en sus historias caracterizadas por el desequilibrio y la dilatación de algunas de ellas hasta la profusión argumental.
El resultado es una interesante reflexión sobre los prejuicios y temores presentes entre las diversas culturas, la incapacidad para aceptar las múltiples similitudes, la indiferencia, la búsqueda del contacto humano y, por supuesto, la enorme distancia que subyacen entre los países desarrollados y el tercer mundo.