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La ineludible contaminación de los nuevos tiempos
Spielberg y Lucas han querido devolver el aliento del cine de aventuras definido por ambos hace dos décadas, utilizando la nostalgia como simple pretexto para ofrecer una nueva aventura digitalizada y totalmente innecesaria.
La ilusión y expectación despertada por la cuarta entrega de Indiana Jones después de casi dos décadas desde que Harrison Ford diera vida a uno de los más importantes y destacados iconos de la Historia del Cine hacia prever que, más allá de todo lo que ha precedido a su consumación, la larga espera, el lógico interés y los innumerables rumores, esta nueva entrega dirigida por Steven Spielberg fuera un filme de conflicto entre los seguidores menos exigentes que finalmente la han recibido con entusiasmo, la irreconciliable contrariedad de los ‘fans’ más exigentes y la indiferencia más o menos positiva de muchos espectadores de las nuevas generaciones que han descubierto en sus postrimerías al célebre arqueólogo.
No era fácil contentar a todo el mundo. Básicamente, porque el nivel de exigencia era tan elevado que la empresa, desde el anuncio de su rodaje, se antojaba como una odisea. De fondo, emergía con gran potestad en el mar de dudas la nostalgia pretérita, el ansia perdida de muchos espectadores por recuperar efímeramente aquella experiencia emocional que vivieron en la década de los 80. Y eso, obviamente, ya era un lastre. Primero, porque el cine, desde hace tiempo, ha perdido aquélla magia de antaño. Segundo, por ni Steven Spielberg ni George Lucas (sobre todo éste) iban a dejar pasar la oportunidad de abarcar a todo tipo de público. Con el tiempo se han convertido en dos de los más poderosos cineastas de Hollywood y su perspectiva se ha visto muy condicionada para llevar a cabo esta propuesta de las aventuras de uno de sus más lucrativos personajes. A ‘Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal’ le ha pasado, digámoslo ya, lo mismo que le sucedió a la reciente Nueva Trilogía de Star Wars de Lucas. Es un filme que recupera un concepto (eso sí, desprovisto de su significación primigenia) para concebir un ‘blockbuster’ estratosférico y titánico, ideado para no defraudar a nadie. Y ésa autoindulgencia es la que acaba por conferir un tufo de desengaño y frustración a una cinta de aventuras que, si bien está por encima de la media en un género poco frecuentado por la gran industria, se traduce en un alarde de recursos tremendamente decepcionante en relación a sus precedentes.
Ya desde su apertura Spielberg y Lucas anuncian que esta gesta heroica será diferente. La nueva película de Indiana Jones comienza a contracorriente, sin un entrañable prólogo que muestre al héroe en un episodio preliminar que meta de lleno al espectador en su nueva ventura. Tampoco hay espacio para introducir el logo de Paramount de forma ingeniosa, sino con un guiño de humor extravagante. A cambio, Spielberg comienza con un alarde de dirección, de conocimiento absoluto del medio, con una secuencia que entremezcla el impulso ‘rocker’ y automovilístico alocado y juvenil de los 50 con una estampa militar que se sumerge en la acción principal, situada muy cerca de Nevada, en el centro de la Nellis Air Force Base, más conocido como Área 51, lugar de experimentación aeronáutica y nuclear, pero también centro secreto donde supuestamente se estudia y experimenta con tecnología de procedencia extraterrestre. Un hecho excesivamente anticipativo para el desarrollo de la hazaña vespertina del Dr. Jones y que entronca las dos grandes pasiones de Spielberg: la aventura y el contacto con seres de otros planetas.
En otro orden de cosas, los malos ya no son los nazis. La Guerra Fría es el escenario de fondo de ‘Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal’. Es Stalin quien sustituye a Hitler en su propósito de adueñarse de un ancestral objeto que permitirá a los rusos dominar el mundo. Y, por supuesto, Indy sigue siendo el peón necesario para dar con él. El objetivo carece en esta ocasión de tintes religiosos (el Arca de la Alianza o el Santo Grial), ni siquiera con fundamento extático y nigromántico (como las Piedras de Shankara). Ahora todos persiguen la calavera de cristal de Akator, icono de procedencia maya y azteca que, según la leyenda, cuando completa una serie de trece traerá el conocimiento a la Tierra y detendrá el mundo. A simple vista, la nueva misión de Jones mantiene la ordenación estructural básica de la saga, donde el arqueólogo, apoyado por el joven Mutt Williams, su antiguo amor Marion Ravenwood, su compañero de fatigas Mac y un viejo que ha perdido el juicio se enfrentarán a unos no tan pérfidos soviéticos liderados por la maquiavélica Irina Spalko para seguir la pista de un misterio insondable. En el camino, sortearán varios obstáculos, trampas y encontronazos para impedir que la Calavera de Cristal caiga en las manos equivocadas que les llevará tras la pista de El Dorado y la cuna de Orellana.
Sobre el papel, la cosa no parece tan calamitosa; el guionista David Koepp, marioneta de talento en manos de George Lucas, compone una miscelánea en ofrenda al ‘pulp’ de saldo, en el que no falta el miedo atómico, aventuras selváticas, heroísmo extemporáneo, secretos nacionales, especulación extraterrestre y ciencia-ficción de serie B. Todo muy a tono con los años 50. Aunque también con sobredosis de influencia de Hergè o de Rosinski y Van Hamme. Que la calavera de cristal pertenece a un alienígena es algo tan evidente que cuesta creer que los protagonistas vayan de aquí para allá con un cráneo de metacrilato buscando respuestas. Los preceptos son tan evidentes que el ‘McGuffin’ de turno pierde todo su alcance. En ese sentido, Koepp evidencia que puede ser capaz de ofrecer lo mejor y lo peor, con más grandilocuencia en esto último. Esta cuarta entrega es el episodio más confuso, con falta de conexión entre segmentos y con más graves carencias de profundidad y relación entre los personajes de toda la saga.
La sombra de Lucas y de Spielberg planean en todo momento en el forzado tono familiar de la historia, de prole disfuncional que representan los acompañantes de Indiana Jones; que si un hijo desconocido, que si el reencuentro con la eterna Marion, la amistad perdida con un ex compañero de facultad que parece su padre con Alzheimer, un amigo que es a su vez agente doble o triple o simplemente un buscador de fortuna... La falta de coherencia parece total dentro de este terreno, delimitando a los roles a una inflexión caricaturesca y lineal, que incluso afecta a un personaje tan poderoso como esa interesante antagonista soviética sedienta de conocimiento. Y esto, factor determinante en cualquier historia, deviene en una indolencia y reiteración que se percibe en una constante búsqueda de la afinidad participativa por parte del público que jamás se llega a producir.
Tan sólo existen cierto efluvio pasado en el personaje de Indiana Jones, más cansado y más viejo, que rememora en ocasiones lo que fue pero que, sin embargo, adolece de un cinismo que se echa en falta. Por supuesto que hay elementos que no podían faltar en una película con Indy como protagonista; como el retórico odio a las serpientes del héroe, el continuo encontronazo con los malos de la función, persecuciones, fugas, explosiones, algún que otro diálogo ingenioso y una proclamación de amor otoñal realmente hermoso y un tanto ñoño… Pero no es suficiente. Koepp (o Lucas, o Spilberg… es lo mismo) es incapaz de adaptar la acción de la saga, a adelantarse al espectador, a jugar junto a él como las anteriores películas. Se opta por un acopio de secuencias ensambladas con cierta pericia, sin ninguna apostura, haciendo gala de una sonrojante escasez de lucimiento argumental, alimentándose de arquetipos propios sin mucho tiento en la parodia de la que bebían sus precedentes. Se dan demasiadas suertes casuales, peleas desprovistas de impacto, negligencia a la hora de aportar el barniz cómico esperado y una serie de requiebros de guión no por sorprendentes incomprensibles. Incluso se muestra rácana en localizaciones internacionales, pues esta vez la acción se limita a explotar la selva amazónica, tras un apreciable intento por marcar diferencias en su incio, en su representación de los años 50 universitarios y sociales.
Que la acción sea aquí el núcleo que acopla a los personajes con el devenir de los acontecimientos ayuda a que esta cuarta aventura del Dr. Jones, Henry Jones Jr., “Jonsey” o como se quiera llamar a este nuevo Indiana Jones, no decaiga en ningún momento en cuanto a parámetros de entretenimiento se refiere, ni siquiera cuando se abusa tanto del “todo vale”, el conocido “más difícil todavía”. Y no es un problema que resida en la verosimilitud. Todos los espectadores de las anteriores cintas conocen de primera mano que la ficción adulterada y sobrexpuesta a la realidad siempre fue uno de los factores de divertimento de estas aventuras.
Parece que con salpicar con algo de humor algo trasnochado las andanzas de Indiana Jones con parajes exóticos, culturas milenarias, artefactos divinos, cráneos de alien multifuncionales que sirven como improvisadas máquinas de tortura y algún guiño nostálgico es suficiente para encubrir la escalofriante oquedad que se percibe en su interior. Eso sí, Spielberg continúa siendo el visionario que fue, brindando una nueva muestra de la maestría que le precede, fiel a su inconmensurable perspectiva fílmica, meticuloso con la responsabilidad visual de la cinta, pero en ningún caso en la reinvención o restablecimiento del arqueólogo de antaño. Uno de los grandes inconvenientes de este nuevo Indiana es que la glorificación del héroe acaba por convertirse en una forma de restarle atributos míticos y reconocibles.
Por no entrar valorar las “irónicas” coceaduras a la historia y al pasado, a su paródico juego con el comunismo y el estalinismo de corte ufológico, la amenaza nuclear, el heroísmo militar y los ya habituales desagravios históricos, que aquí son acentuados por la desinformación absoluta con la que se va hilvanando las partes del filme, apiñando a mayas y nazcas como una tribu común, presentando Cuzco como un pueblo campesino y no costero donde suenan rancheras mexicanas, situando la desaparición de la tumba de Orellana en el año 1500, cuando el descubridor no había nacido… Por si fuera poco, y es ahí donde todo se viene abajo, ‘Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal’ dinamita la idea de un cine artesanal confeccionado “a la antigua”, un concepto por el que gravitaban las anteriores tres cintas del arqueólogo y que aquí ha no se ha respetado en lo más mínimo, ya que la puesta en escena, las secuencias de riesgo, incluso la propia fotografía de un desorientado Janusz Kaminski están filtradas por el ordenador hasta la saciedad. Son los nuevos tiempos, obligados a recurrir a las avanzadas tecnologías de CGI. Los mismos que hicieron que Lucas confiera esa anacrónica y citada Nueva Trilogía ‘Star Wars’ y que afecta, en gran parte, a Steven Spielberg y a esta obra.
Lo más reprochable es que hayan abusado tanto de las redes de la fantasía digital, dejando la impresión de que esa pose de noción de videojuego moderno es una táctica comercial para abarcar a las nuevas generaciones descendientes de la viodeconsola de última generación. Una idea que choca de bruces con la artesanía y la disposición del cine clásico que mantuvo a lo largo de una década el gran héroe arqueológico visto aquí con un regusto nostálgico, tal vez perdido para siempre. Una razonamiento por parte de sus autores que, en su médula, se percibe como lógica y coherente dentro del Cine Moderno. El mercado y la taquilla lo imponen. Por tanto, ésa puede ser la causa de la disconformidad y el conflicto que suscita esta nueva entrega con su anterior Trilogía.
La película logra funcionar a ratos por algunos de sus ‘set pieces’ bajo unos exiguos requisitos de funcionalidad, demasiado aleatorios y sin ímpetu de trascendencia que pretenden rememorar la quintaesencia de la Saga. No lo consiguen en ningún momento. Tan sólo Harrison Ford desempeña el sugestivo residuo de antaño. Sin mucho esfuerzo, el actor desprende su habitual carisma y recompone con asombrosa comodidad la efigie de la reminiscencia. Ni siquiera importa cómo interprete a su personaje, enfrentado de nuevo al agnosticismo, a la contraposición del cientifismo enfrentado a la teología o que haya una insuficiente tentativa por escarbar en la imposibilidad del ser humano en su elucubración de lo absoluto, como sucedía con Belloq o con Elsa Schneider y Walter Donovan. Él está por encima de todo eso. Él es el único que hace revivir a Indiana Jones. Muy por encima de un reparto que cruza por el filme sin pena ni gloria; desde una Karen Allen a la que los años no han tratado tan bien como a Ford y que aquí interpreta a la heroína con rostro de paranoica como una sombra oscurecida por su pasado, pasando por la eficacia silenciosa del joven talento Shia LaBeouf, el grotesco papel de Ray Winstone o el demencial rol que le ha tocado en suerte al pobre John Hurt.
Tan sólo parece estar a la altura Cate Blanchett, que confirma con habilidad su versatilidad y condición de estrella todoterreno. Por lo demás, esto no es más que un conjunto de secuencias de acción, con un ritmo impecable lleno de ingenio y repleto de efectos especiales donde hay espacio para recrear macacos amigos en inverosímiles persecuciones ‘tarzanescas’, irreales ejércitos de hormigas carnívoras, cascadas a modo de monumental parque acuático o secuenciaciones de calaveras en una sola como conclusión corpórea de todo el meollo. La falta de inspiración afecta incluso a un John Williams incapaz de componer algo destacable más allá de la reiteración de los ‘scores’ más conocidos y celebrados de las anteriores entregas. La sensación final es que ha sido una ocasión desaprovechada en la que tampoco tiene cabida la genialidad de Michael Kahn en la edición. La esencia se ha volatilizado con el paso de los años. Y hay que aceptarlo así.
‘Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal’ es un ostentoso juguete que pretende contentar a todos, un gigantesco divertimento que no molesta a nadie y que tampoco duda en utilizar la evocación del héroe de los 80, del aliento del cine de aventuras definido por Spielberg hace dos décadas, como un simple pretexto con el que el espectador pueda introducirse en el deleble histerismo de una nueva aventura digitalizada y totalmente innecesaria. La mercadotecnia ha sido siempre la que ha dictado el pasado, el presente y el futuro del cine. Sólo si uno logra asumir todo esto y dejar a un lado el pasado y los prejuicios es posible disfrutar de esta nueva aventura del héroe por antonomasia, por mucho que haya perdido por completo la substancia original. Lo que sí hay que tener en cuenta es que, y haciendo un símil retroactivo con la ya penúltima parte de la Saga, para Lucas y Spielberg el Grial no es esa copa de carpintero, artesanal y añorada, sino que es un cáliz dorado y lleno de joyas. ‘Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal’ es ahora una recreación artificiosa de la aventura, donde lo atractivo ya no es la memoria de los viejos tiempos, sino lo que más brilla.