M. Night Shyamalan se ha labrado una doble vertiente dentro del sector crítico que también ha salpicado a su entorno artístico y comerical; primero la de un hacedor artesano con vocación de autor, que ha ido creando una idiosincrasia en torno a los cuentos populares, a las fábulas poéticas de monstruos metafóricos que rodean un universo siniestro, pero hermoso a la vez. La segunda, la de un director excesivamente ensimismado con su obra, acusando un egocentrismo sin precedentes, donde la soberbia y el ego del que tanto ha hecho gala desde sus inicios como realizador le han ido pasando factura paulatinamente. Muchos acusan obras como
Señales,
El Bosque, pero sobre todo
La joven del Agua y ésta última
‘El Incidente’ de ése ombliguismo patentizando en la innegable caída de un embaucador o vendedor de humo al que se le han terminado los recursos para seguir mintiendo de esa forma tan elegante y cuidada de sus primeras películas.
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En el cine de Shyamalan, la puesta en escena y la base rítmica siempre han sido los puntos fuertes de sus historias humanistas que desprenden de su propósito final un discurso reconocible que apunta al análisis de la sociedad moderna, dibujando para ello temores donde el liberalismo político, el racionalismo, la moralidad y la autocensura reflejan el pánico a lo desconocido, recurriendo en todo momento a la sugerencia visual y argumental para enjuiciar subversivamente el relativismo moderno, la falta de principios morales o el excedente de ellos, el gradual progreso y la falta de Fe en lo trascendente, más allá del ámbito terrenal.
Esa máxima, unida a la ambigüedad y al prodigioso manejo de los mecanismos del suspense con el que Shyamalan envuelve sus filmes no abandonan ‘El Incidente’. Para la ocasión, el realizador de origen hindú narra la inexplicable aparición de lo que parece ser un ataque tóxico que asola la costa oeste de los Estados Unidos. La devastación llega a través del aire, donde una ventisca afecta a la población haciendo que las personas contagiadas acaben suicidándose. Una silenciosa amenaza que también incumbe a Elliot Moore, un profesor de ciencias que huye a Pennsylvania junto a su mujer, un amigo y la hija de éste, sin entender qué es lo que sucede en el comportamiento humano hasta llegar destruirlo.
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La idea inicial tiene la fuerza argumental de sus anteriores películas (incluidas aquellas que han naufragado); el desastre natural a gran escala que amenaza el ecosistema de los hombres y su instinto de supervivencia se cristaliza además con un arranque prometedor, rodado de forma impoluta, que brinda una maravillosa secuencia terrorífica y asfixiante, la de esos obreros que asisten atónitos al desplome de varios compañeros de faena que se inmolan lanzándose al vacío, encadenando una serie de catástrofes urbanas que evidencian ese suicidio en cadena.
Como punto de partida, podría remitir a la obra de Victor Sjöström ‘El viento’, obra clásica donde un ventarrón amenazador y omnipresente, protagonista del relato, también confería una atmósfera opresiva y perversa a la película, con aquellas tempestades de arena que hacían perder la cabeza a los protagonistas. Aquí, la cosa es similar, pero la intención es muy distinta a la conseguida por el cineasta sueco. El terror que deviene en infranqueable virus hipnótico y a la vez mortal provocado por el viento es un aire polinizado con la maldad de un planeta que está cansado de las continuas negligencias que el ser humano ha pervertido sobre él. La diferencia estriba en los planteamientos que van desarrollando el patrón narrativo y las subtramas que pretenden dar algo de significación a la acción, más allá de metáforas, reflexiones ni silogismos.
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La ficción artificiosa de ‘El Incidente’ se aprovecha de ciertos elementos argumentales oportunistas y cuanto menos porfiados dentro del cine actual con respecto a la realidad; amenaza colectiva, miedo descontrolado como parábola del 11-S, advertencia sobre los peligros de la contaminación global… un catálogo de tópicos que mezcla terrorismo internacional y calentamiento global, aprovechada además como ataque a los ‘mass media’ por su teorización sin fundamento, reprochando la ignorancia desinformativa de la sociedad actual. Y lo hace sin ningún alarde de inspiración, compilando innumerables situaciones, diálogos y secuencias que caen, muchas veces, en el ridículo más desastroso; como ésa subtrama de infidelidad no consumada, la réplica forzada del personaje de Harlan Ogilvy de ‘La Guerra de los Mundos’ en una anciana con tintes ‘hitchcockianos’, publicidad subliminal del iPhone, redundancias innecesarias sobre la huida y sus razonamientos, pero sobre todo, trufando el relato con artificiosas frases que alcanzan incluso cierto tono de autoparodia. Algo que, obviamente, no hace sino que afianzar el descalabro bufonesco.
Shyamalan, por su parte, persiste en su empeño por ahondar en la dicotomía contrapuesta entre el agnosticismo y la creencia, arraigando a su idiosincrasia argumental un elemento que no es nuevo. La de un poder que rige el destino del hombre, observándole y juzgándole por sus pecados. El realizador y guionista confiere así una infantilización de Dios o simplemente presenta a los ojos del público la teoría de Gaia de James Lovelock; la Tierra como un ente vivo donde la biósfera es la encargada de generar, mantener y regular sus propias condiciones medioambientales, produciendo una evolución compartida entre lo biológico y lo inerte.
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Es la síntesis de cierta frivolidad que ha perseguido en muchas ocasiones a los guiones de Shyamalan, que no duda en seguir lo que está narrando hasta llegar al extremo, sin preocuparle si lo que se ve en pantalla termina siendo una estrambótica historia. Por supuesto, el entramado catastrofista no podía combatirse de otro modo que con el amor recuperado de la pareja protagonista, con la eliminación de los odios y de la agresividad que, en teoría, es la causante de la rebelión natural contra el hombre. De ahí, que uno piense que el ‘redneck’ agrónomo aficionado a los perritos calientes y dueño de un invernadero pueda haber sobrevivido junto a su mujer al ataque del viento por su amor y entendimiento hacia las plantas. En ese sentido, ‘El Incidente’ podría definirse, de un modo irónico, como un spot hiperbolizado del Padre Vicente Mundina, que también lleva defendiendo toda su vida la capacidad de los vegetales para percibir las circunstancias que se dan en su entorno.
Más allá de todo esto, ‘El Incidente’ pretende en todo momento seguir las pautas del cine de Serie B, de no tomarse en serio a sí misma (desde las frases de preescolar de los personajes hasta el anillo que cambia de color), pero naufraga en su énfasis por profundizar con desatino en la disfuncionalidad familiar, en el engaño, en el reencuentro emocional, la vulnerabilidad del entorno cotidiano, con ese ‘deja vu’ de adultos con niños y la recuperación del amor. Da la sensación de que Shyamalan está tan preocupado por la comercialidad y la autoría de su obra que no deja espacio para la esperada sugerencia de un texto opaco, que se lanza al espectador con una interacción sin energía, llena de tópicos; que si persecución a campo abierto donde el viento en el monstruo invisible, que si el desconcierto de las matanzas colectivas. Siempre lo mismo.
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Shyamalan es un autor artesanal, muy controvertido, que se ha negado a lo largo de su filmografía trufada de éxitos y fracasos a seguir las leyes del ‘blockbuster’, a reconvertir una y otra vez el ‘thriller’ psicológico, arriesgando con una apreciable voluntad que se antoja en exceso comprometida, casi suicida. ‘El incidente’ no aprovecha ese minimalismo con el que el cineasta sabe sacar partido a los dispositivos clásicos de la narrativa clásica y moderna, acreditando la incapacidad del director por transmitir algo de certidumbre a su apagada historia que ya afloró en la desastrosa ‘La joven del agua’. Y lo que es peor transmitiendo esa inopia de talento a sus actores Mark Wahlberg, Zooey Deschanel o John Leguizamo, que está muy lejos de resultar convincentes.
El problema reside en las limitaciones autoimpuestas. Shyamalan se recrea tanto en sí mismo que imposibilita su evolución, ofreciendo lo mismo una y otra vez, recurriendo constantemente a sus trabajos anteriores para no perder esa pátina de esplendor visual que siempre han desprendidos hasta sus peores trabajos (que se van acumulando poco a poco). Hay talento subvertido dentro del filme, no obstante, pero permanece atenuado con el énfasis visual de un genio de la puesta en escena que está en horas bajas. Él, como nadie, sabe filmar la tensión y el suspense, pero aquí se sostiene en un esquematismo tan reprochable que ni siquiera existe una voluntad metafórica que sirva de excusa. Shyamalan se queda sin coartada demasiado pronto en su reflexión interna.
Todo es catastrófico, que no catastrofista, llegando a una apostura que roza la tomadura de pelo, cuando el espectador tiene que asistir a un triple final que concluye con un ‘happy end’, con la esperanza de vida (ése predictor que da positivo), enfrentado sin embargo a la nueva amenaza, ésta vez en Francia, la ciudad del amor, con una secuencia de bicis y ‘gays’, en la que el virus destructor promete no ser tan condescendiente.
No hay espacio para evidenciar una desestructuración social, ni para una explicación a un enigma que no existe. A Shyamalan, por definición de su cine, no le gusta argumentar a la interpelación de sus tramas. Es más cómodo diluir las cuestiones en el profundo sentido del vacío que han puesto en evidencia sus guiones y han afianzado sus fracasos. Y es que en las películas de Shyamalan, como la propia ciencia en su justificación final dentro del filme, no se puede explicar del todo. De hecho, no se puede explicar nada. Y ése es el inabordable escollo de esta nueva y discrepante cinta del autor de obras tan magníficas como ‘El Sexto Sentido’, ‘El Protegido’ o "El Bosque".
Miguel A. Refoyo