Mágico romanticismo espacial
El filme de Andrew Stanton es un memorable y hermoso viaje con una fábula de ciencia ficción y ecología antropológica que se sirve de la gramática de la articulación de las máquinas para obtener una película inolvidable.
Es una tradición reiterativa el hecho de que en cada ocasión que los estudios Pixar lanzan un nuevo trabajo, la crítica suela comenzar con los mismos adjetivos ponderativos a un grupo de animadores que han revolucionado el mundo de la animación con sus historias que se despliegan más allá de un acostumbrado ensueño tecnológico y digital. Pixar ha hecho posible una plausible voluntad por la épica clásica que mezcla tradicionalismo y modernidad, clásicos renovados para todos los ‘targets’ en una exhibición absoluta de aleación entre realidad, romanticismo, ironía y aventura.
Con casi veinte años de historia, tiene la extraña facultad de transformar cada nueva obra en una delicada muestra de
artesanía revolucionaria que cambia y magnifica la animación llevándola a un lugar común donde las reglas del entretenimiento y la imaginación parecen no tener límites. La factoría de
John Lasseter, se ha ido ganando a lo largo de los años, con una contundencia categórica, el indiscutible sinónimo de calidad que acompaña a sus película digitalizadas.

WALL•E no podía ser alejarse de este concepto y vuelve a ejemplarizar la distintiva necesidad expresiva que mueven los proyectos de Pixar, aventajando en este terreno su reconocido exhibicionismo tecnológico. Todo comienza en un futuro apocalíptico, sin vida, en una lúgubre y desoladora visión de la civilización humana que se acentúa con la sentimental descripción de la soledad a través de un pequeño y viejo robot llamado WALL•E (que es la abreviatura de Waste Allocation Load Lifter Earth-Class), dedicado durante siglos a apilar residuos en forma de pirámides. La sincera emotividad con la que se presenta al entrañable robot y preciosismo extremado con el que su director
Andrew Stanton (codirector de
‘Bichos’ y
‘Buscando a Nemo’) detalla la rutina del único habitante de la tierra, crean una inmediata empatía con el espectador, rendido ante la sorprendente dialéctica de la exigua expresión.
Que un trasto como
WALL•E sea el emblema más destacado del lenguaje físico y pantomímico metamorfoseado en la gramática de la articulación de las máquinas sitúa a esta obra de grandeza cinematográfica inexpugnable a otra división dentro de las altas cotas a las que están acostumbrados sus responsables. Esta decisión apela directamente a la expresividad fílmica de los grandes clásicos como
Buster Keaton,
Charles Chaplin o
Jacques Tati, acudiendo a los introductorios elementos humorísticos basados en el ‘
gag’ más tradicional, muchas veces cerca del ‘
slapstick’, como
tributo al cine clásico, al que acude constantemente en intenciones, homenajes y esencia. En esa imperecedera primera parte del filme, Stanton y su equipo transfieren y superan los protocolos del formato de animación para presentar el filme de Pixar más imaginativo y fantástico hasta la fecha.
Aunque luego la cosa vaya por otros derroteros.

No hacen falta diálogos para convencer de la afabilidad y ternura del robot. La descripción de la atmósfera, los elementos que rodean su vida y las costumbres de esta máquina de limpieza aficionada a la colección retronostágica de artefactos del pasado que encuentra entre la basura, donde no faltan los bollos del Círculo Rojo como manjar de una cucaracha (su única compañía terrestre), el Cubo de Rubik o incluso la aparición del juego de 1972 ‘Pong’ de Atari son suficientes para universalizar sus conceptos y que estos ayuden a la inmediata filiación.
Por supuesto, llega elemento de ruptura llega de la mano de una moderna
robot explorador llamada EVE (abreviatura de Extra-terrestrial Vegetation Evaluator), encargada de comprobar si hay vida en la Tierra. El destartalado robot con apariencia simbiotizada entre
E.T. y el Johnny Número 5 de
CortoCircuito y la autómata con apariencia de iPod (para algo
Steve Jobs es uno de los jefazos de Pixar) serán los encargados de llevar al público, a través de su variedad de indicios emocionales y sonidos electrónicos, a un memorable y hermoso viaje a lo largo y ancho de la galaxia en el que vivirán una emocionante e inolvidable aventura. La idea, por tanto, es que presentar e ir desarrollando las virtudes del personaje y su capacidad de superación, desde la más terminante simplicidad hasta vencer todos los obstáculos que se interponen en su camino por el amor de EVE.

Es donde
‘WALL•E’ se muestra más enérgica, en lo argumental y en lo entusiasta y sensible. La idea de ese robot que sueña con la belleza de un momento tan etéreo y romántico como es darle la mano a la persona amada por medio de un fragmento de
Hello Dolly, de
Gene Kelly, es mágica. En todo ello; en el instante en que ‘WALL•E’ muestra a EVE su destartalado hogar, qué es el fuego por medio de un Zippo, lo rescatado de la basura o qué significa bailar evoca la idea de un mecanismo que enseña a la humanidad cómo volver a ser humana. Y lo hace con grandes dosis de compasión, sencillez e imaginación, situándose en la maravilla no por la tecnología o el argumento que se despliega, sino por lo honesto que resulta todo a los ojos del espectador.
Es entonces cuando llega el cambio de escenario, cuando el poema cinematográfico al género de la ciencia ficción acude a los lugares comunes y significaciones del género. Con la aparición de los humanos dentro de la fábula, entre en juego un mundo futuro de distopía homogeneizada, de conformismo enfermizo, de un mundo artificial que se ha erigido en el espacio como simulacro de un hipercentro de ocio. Es el antitético universo que separa a los humanos de los dos robotizados enamorados, relegados en una base espacial donde todos son obesos mórbidos, incapaces de moverse, dominados por la absurda felicidad de una alienación constituida en la comodidad del sedentarismo ultratecnologíco.
Es donde la mímica clásica pasa a dar paso a las reflexiones apocalípticas de un futuro en el que la realidad acontece en términos inversos a la idealización social, donde todos forman parte de una comunidad sin comunicación, uno de los grandes temas de ‘WALL•E’, dejándose llevar por un robot con la grafía de HAL 9000 hacia el consonantismo social imperceptiblemente opresivo y totalitario que propugnaron en sus obras Isaac Asimov, George Orwell, J.G. Ballard, Arthur C. Clarke, Orson Scott Card o Philip K. Dick y que recuerda, en ciertos momentos, a la genial sinopsis del filme de Mike Judge ‘Idiocracy’.

Mientras tanto, la Tierra que ha permanecido deforestada siete siglos espera el regreso del ser humano para su reestructuración, con la intención de repoblarla y volver a dar la vida. Es cuando Andrew Stanton divulga su evidente mensaje, menos atractivo que sus planteamientos iniciales, en su crítica de metáfora acerca de
hombre actual que se está convirtiendo en gordos de McDonalds y que está destruyendo el planeta con tanta basura.
Llegados a este punto que nadie dude en ningún momento que
‘WALL•E’ es un filme de moralina medioambiental, cuya esencia se encuentra en una planta terrestre que desencadenará toda la trama espacial. Sin embargo, y de un modo inteligente, también se plantea, como en la obra de
Stanley Kubrick "2001, una Odisea del Espacio", hasta qué punto deshumanización del ser humano (solapada al consumismo y adicción a las nuevas tecnologías) lleva implícita el desarrollo emocional de las máquinas. Los robots, afín de cuentas, han aprendido a amar y a pensar despóticamente y han logrado anular lo poco de humano que queda en un futuro que se prevé no tan imaginativo.

‘WALL•E’ es uno de los trabajos más logrados de Pixar, sin duda alguna. Stanton, además, se sirve de un admirable manejo del ‘scope’ para recrear todo cuanto acontece en la superficie terrestre como en la nave nodriza. Un filme familiar sobre el amor entre dos robots muy humanos, la tiranía y sus condicionamientos, la ecología como advertencia de futuro, el albedrío y la eterna vuelta a casa.